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Jorge Sarudiansky

A Jorge todos le decían “Saru”. Era un modo cariñoso de decirle y también –supongo-, al achicarle el apellido, se hacía secretamente mención a su estatura, cuyo centimetraje era más bien restringido. No lo era él. En ese cuerpo escueto, nervioso, latía un talento formidable y un modo de ser que –si uno quería ser su amigo- tenía que entenderle y aceptarle. Saru era un dotado. De esos tipos que vienen al mundo con todo lo que necesitan para ser lo que quieren ser. Era un dibujante espectacular. Sus trazos jamás vacilaban. Lo que hacía, lo hacía de entrada, no había segunda versión. Acaso esta facilidad terminó jugándole en contra. El dotado, si se entrega a la facilidad que su don le permite, corre el riesgo de no ahondar, de no ir más allá de ese don.

Saru, muchas veces, llegó lejos, llegó más allá de todo. Pero –conociéndolo mucho- sé que habría sido capaz de una obra sostenida, inspirada, personal. No fue la desidia ni la pereza lo que lo impidió. Fue su escepticismo, una tristeza interna que cubría con una sequedad verbal que con frecuencia sacudía al otro, le marcaba límites y lo alejaba. Pese a esto, cuando entraba en un set, los jóvenes –como si su sabiduría fuera un imán para ellos- lo rodeaban, lo miraban trabajar, le preguntaban cuestiones técnicas, artísticas, en una época en que ya no hacen eso porque la madurez se ha devaluado, porque el “estar al día”, la rapidez, la inmediatez del universo tecnológico mató al saber madurado de los sabios. Saru, sin embargo, siempre se movió a sus anchas entre jóvenes que lo admiraban, jóvenes lúcidos que buscaban recibir algo de su saber profundo, trabajado por los años. Aprendían con él, recibían, aun en la rutinaria filmación de un comercial de tantos, la grandeza que el escenógrafo debe atesorar, su vértigo visual, su capacidad para descubrir en la realidad estructuras, simetrías, antagonismos dinámicos, que para otros son invisibles.

Saru era un maestro generoso y les saciaba esa sed que despierta la necesidad de saber y saber bien. Tan bien como un gran maestro puede enseñar.
Necesitaba que lo amaran y nunca aprendió a decirlo, a pedirlo. Necesitaba amar y siempre identificó al amor con la debilidad, como si amar al otro fuera una aflojada, cosa de blandos. Así, se hizo lo que fue: un duro por fuera, un sentimental y un solitario por dentro. A todos los que quiso los quiso todo lo que pudo. Se los confesó con las pocas palabras que destinaba a estos menesteres. Los que supieron adivinar esto lo amaron fuertemente. Era un hombre de un enorme talento que se debatía entre imposibilidades emocionales que pocas veces superó. Sin embargo, su primera mujer –que es la mía desde hace casi treinta años- encontró en él al mejor de sus amigos cuando dejó de ser su esposa. Sus hijos lo quisieron mucho y sus amigos ni hablar. Como a un hermano, así lo veían. Y deja una obra. Porque no pasó sin marcar huellas profundas en el teatro y el cine argentinos.

Lo quisimos tanto que su ausencia –como ocurre con las grandes ausencias- nos va a doler siempre. Como también siempre (cuando recordemos sus anécdotas, sus chistes intempestivos, sus memorables puteadas) nos vamos a reír al hacerlo, y ahí, por esos misterios de la condición humana, él va a estar con nosotros, riéndose. O diciéndonos: “¿De qué mierda se ríen, pelotudos?” Porque así era Saru. Así era su forma de decirnos que nos quería, que era nuestro amigo.

José Pablo Feinmann